Libros
Terramores
Novela
Edición: 2021
Editorial: Baile del Sol
Tercera edición de la novela en español.
DISPONIBLE A LA VENTA EN LIBRERÍAS
La ternura del caníbal
Novela
Edición: 2020
Editorial: Siete Islas
Última novela del escritor.
¡Crear afición por la lectura!
Literatura Infantil
Omar, el niño cangrejo
Edición: Lanzarote, 2021
Esta novela para lectores de 10 años en adelante adapta el mundo narrativo del autor a niños y jóvenes.
Un libro de fácil lectura que presenta los paisajes canarios como lugares donde vivir aventuras trepidantes.
Novela
El pacto de las viudas
Edición: Lanzarote, 2019
Editorial: Siete Islas
Hay amores que no se olvidan, amores que no cura el paso del tiempo, amores que van más allá de la muerte. Esta alucinada novela de Víctor Álamo de la Rosa explica lo que hay detrás de los amores imposibles para fundar otra realidad distópica donde un poderoso pacto de viudas gobierna el mundo. El futuro ya es presente, el ser humano ya es capaz de clonarse y levantar una ciudad en Marte.
Última Obra
RECOPILACIÓN
Da que pensar
Edición: Tenerife, 2020
Este libro no es exactamente un libro mío. Sí, pero no. Y es pertinente la confesión porque, a mis cincuenta años de edad, si no llega a ser por el entusiasta quehacer filológico de María Nieves Pérez Cejas y Victoriano Santana Sanjurjo, este volumen no existiría.
Novelas
Isla Nada
Novela
Edición: Madrid, septiembre de 2013
Editorial: Tropo Editores
Sexta novela del autor, una obra que cierra el ciclo narrativo del mundo mítico de la Isla Menor.
Todas las personas que mueren de amor
Novela
Edición: Madrid, 2015
Editorial: Salto de Página
Novela que obtuvo el Premio Benito Pérez Armas de la Fundación CajaCanarias.
Campiro que
Novela
Edición: Madrid, noviembre 2015
Editorial: Tropo Editores
Reedición de esta exitosa novela en España, tras editarse también en Francia y Portugal. «El autor alcanza la novela total» (Le Monde).
El año de la seca
Novela
Edición: Madrid, 2011
Editorial: Tropo editores
Segunda edición en España de esta novela.
El humilladero
Novela
Edición: Madrid 1994
Editorial: La Palma
Primera novela del escritor sobre la que Fernando Lázaro Carreter escribió: «Lee con verdadero placer, auténtico, su novela El humilladero, reveladora de un talento idiomático fuera de lo común».
O ano da seca
Novela
Edición: Río de Janeiro, Brasil, 1997
Editorial: Sette Letras
Segunda novela del escritor. Fue publicada por primera vez en portugués, en Río de Janeiro, a pesar de haber sido escrita en español.
El año de la seca
Novela
Edición: Venezuela 2000
Editorial: Monte Ávila Editores Latinoamericana
Segunda novela del escritor. Prologada por el Nobel José Saramago.
El año de la seca
Novela
Edición: España 2002
Editorial: Espasa
Segunda novela del escritor. Prologada por el Nobel José Saramago.
Novela
Edición: París (Francia), 2003
Editorial: Grasset
Edición francesa de la novela El año de la seca.
Godina Suse
Novela
Edición: Zagreb (Croacia), 2006.
Editorial: Oceanmore
Edición croata de la novela El año de la seca.
O ano da seca
Novela
Edición: Lisboa (Portugal), 2008
Editorial: Casa das Letras
Edición portuguesa de la novela El año de la seca.
Campiro que
Novela
Edición: Madrid 2001
Editorial: Espasa
Finalista del Prix Fémina a la mejor novela extranjera editada en Francia en 2005. «Este libro asombra: pocas narraciones he leído con tamaño delirio», escribió el crítico Juan Ángel Juristo en ABC.
L’ile aux lézards
Novela
Edición: París (Francia), 2005
Editorial: Grasset
Edición francesa de la novela Campiro que. Finalista del Prix Fémina a la mejor novela extranjera editada en Francia en 2005.
A ilha de Campiro
Novela
Edición: Lisboa, 2005
Editorial: Casa das Letras
Edición portuguesa de la novela Campiro que, publicada originalmente en español por Espasa.
Terramours
Novela
Edición: París (Francia), 2007
Editorial: Grasset
Edición francesa de la novela Terramores.
Terramores
Novela
Edición: Madrid, 2008
Editorial: Artemisa
Cuarta novela del escritor. Publicada primero en Francia.
Terramores
Novela
Edición: Tenerife, 2019
Editorial: Ediciones Idea
Tenerife
Segunda edición de la novela en español.
La cueva de los leprosos
Novela
Edición: Tenerife, 2010
Editorial: Edición Ka-CajaCanarias
Se trata de la quinta novela del autor.
Nicht weit von Atlantis
Roman (novela)
Edición: Alemania, Tübingen, 2017
Editorial: konkursbuch verlag Claudia Gehrke
Edición alemana de La cueva de los leprosos. Traducción de Gerta Neuroth.
Relatos
Las mareas brujas
Relatos
Edición: Tenerife, 1991
Editorial: Centro de Cultura Popular Canaria
Primer libro de relatos del escritor que posteriormente se traduciría al portugués.
As marés bruxas
Relatos
Edición: Río de Janeiro, 1995
Editorial: Sette Letras
Nuevo poemario del escritor, editado en 2013, después de dieciséis años sin publicar su poesía.
Mareas y marmullos
Relatos
Edición: Madrid, 2011
Editorial: Tropo Editores
Un volumen de relatos que se lee como novela y reúne cuentos escritos entre 1991 y 2010. Con prólogo de Andrés Neuman.
Meereslaunen (Caprichos de mar)
Relatos
Edición: Alemania, 2011
Editorial: Verlag Claudia Gehrke Herlest
Volumen antológico que reúne varios relatos del escritor traducidos al alemán por Gerta Neuroth.
Reparación del horizonte
Relatos
Edición: 2022
Editorial: Gobierno de Canarias, colección Agustín Espinosa
Poesía
La tos de Pablo y otros poemas para inventar el mundo
Posía
Edición: 2016
Editorial: Baile del Sol
Quinto poemario del escritor.
El equilibrista y los jardines
Poesía
Edición: Madrid, 2013
Editorial: Ediciones La Palma
Nuevo poemario del escritor, editado en 2013, después de dieciséis años sin publicar su poesía.
Ángulos de la medianoche
Poesía
Edición: Tenerife, 1990
Editorial: Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias
Segundo libro de poesía del escritor.
Fósiles o armaduras del tiempo
Poesía
Edición: Tenerife 1991
Editorial: Cabildo de Tenerife. Ayto. de La Laguna
Primer libro de poesía del escritor.
Altamarinas
Poesía
Edición: Madrid, 1997
Editorial: Ediciones La Palma
Mar en tierra
Poesía
Edición: Tenerife, 2002
Editorial: Baile del Sol
Antología poética del escritor que reúne una selección de sus libros de poesía y una sección de últimos poemas escritos entre 1997 y 2002.
Altamarinas
Poesía
Edición: 2021
Editorial: Mercurio
Volumen que reúne la poesía completa del autor desde 1987 a 2021. Edición del filólogo Victoriano Santana Sanjurjo que ofrece, además, poemas inéditos.
Literatura Infantil
El naufragio de los mapas
Literatura Infantil
Edición: Tenerife 1998
Editorial: Afortunadas
Novela destinada al público juvenil donde el escritor adapta su mundo narrativo para los más jóvenes.
Omar el cangrejo
Literatura Infantil
Edición: Tenerife, 2004
Editorial: Ediciones Idea
Novela dirigida al público infantil y juvenil.
Entrevistas
Entrevista
Edición: Tenerife 1995
Editorial: IDEA Centro de la Cultura Popular Canaria
Volumen que compendia una serie de entrevistas a escritores como Luis Feria, Rafael Arozarena, Isaac de Vega, Juan Cruz, Fernando Delgado, Juan Manuel García Ramos, Andrés Sánchez Robayna, Juan José Delgado, entre otros.
Trabajos sobre el autor
Edición: Tenerife, 2010
Editorial: Ediciones Aguere-Idea
El investigador italiano Martin Beux presentó en 2010 en la Facultad de Lengua y Literatura Extranjera de la Universidad de Génova su tesis El tamaño del daño en la obra de Víctor Álamo de la Rosa (análisis y traducción). De ese trabajo parte este libro, un volumen que alivia las cuestiones puramente académicas para entregar al lector un verdadero viaje por la literatura de Canarias en general y de Víctor Álamo de la Rosa en particular. El libro incluye el estudio de la obra, la biografía del escritor, la traducción al español de las reseñas publicadas en el extranjero, una selección de relatos inéditos y sus respectivas versiones al italiano, además de una entrevista con el autor.
Fotografía
La isla al principio
Edición: 2021
Editorial: Ediciones Remotas
Este libro aúna fotografías de Alexis W y textos de Víctor Álamo para “retratar” la isla de El Hierro del siglo XXI.
Teléfono
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– Primer capítulo de año de la seca
Víctor Álamo de la Rosa
A dos días de cumplirse los habituales nueve meses Efigenia no pudo aguantarse más la henchida barriga porque adentro pataleaba el nuevo ser exigiendo salir. Cuatro o cinco meses llevaba ya encerrada en el cuarto más escondido de la casa, cuatro o cinco meses habían transcurrido ya desde que Cándido supo lo del embarazo abominable de su hija Efigenia. Un embarazo durante el cual su cabeza se llenaba de ladridos de perro a medida que la hora punta del nacimiento se iba acercando.
—¡Puta! —fue lo primero que escuchó de su padre al conocer la inesperada noticia.
—Estarás encerrada en ese cuarto y procurando no parir hasta que la gente pueda verte sin mancillarnos el apellido —fue lo segundo que oyó de su padre, esas palabras que ahora rememora con los sollozos apagados, muy al fondo de la memoria, de su madre Gloria, presente en la escena.
Y ahora Gloria también llora porque ve a su hija agarrándose la barriga para no parir, en pie, delante de su padre que le dice que no, que te dije que no trajeras al mundo a un bastardo, a un hijo de puta, a un hijo de mala madre que no tiene padre. Efigenia recuerda ahora como si fuese un episodio de un remotísimo pasado un nombre, Aquilino, el hombre de sus amores, el culpable incitador de sus ardores.
Pero es ella otra vez ahora que siente que la entrepierna se le desabrocha y que agua y sangre o sangre o agua se le escurren piernas abajo mientras Cándido, a sus ojos hecho un manojo rojo de cólera, grita enloquecido:
—¡No quiero hijos de puta en mi casa! —mientras el padre chilla sus exigencias, sus imposibles órdenes— ¡ni se te ocurra traer esa mierda al mundo! Te lo dije, te dije que no parieras, que no llegué a viejo para que mi propia hija me ensuciara el honor, te repetí mil veces que no parieras, puta, puta asquerosa —resonaron como eternas esas palabras en los laberintos de su mente, confundiéndose siempre con ladridos, con ruido de perro herido.
Y ella está llorando, porque le sobran las razones para llorar, como también llora igualmente Gloria en la otra esquina de la habitación, en el otro lado porque intentó acercarse para socorrer a la hija, pero su marido se interpuso echándole una sanguinaria asusta- dora mirada, llorando porque no cabe hacer otra cosa, de tan gran- de la impotencia, porque nada puede hacerse cuando aún en pie ve por la entrepierna de su hija asomar la cabecita de su nieto, de su primer nieto, de su primer bastardo nieto, apenas averiguable la cabecita silenciosa, grasienta, rojiza, con pequeños ojos cerrados.
Y Gloria piensa que es un alivio, apenas un pequeño consue- lo, que los tenga cerrados, porque así no ve afuera una realidad que es Cándido gritando desgañitado sobre su joven madre aún en pie pero con las piernas abiertas, apoyándose ahora con la espalda en la pared de la habitación, dejándose resbalar doblada de dolor hacia el suelo mirando, mirando directo a su padre a la cara mientras recibe brutales bofetones por puta, plof, porque te dije que no parieras, plaf, que no me traigas bastardos al mundo, cacho de puta, mirándolo mientras sabe porque lo siente que por su entrepierna va escapando sin poder impedirlo su hijo, su hijo y la sangre espesa, y la sangre del mismo color que los ojos irritados de Cándido que histérico grita porque al niño ya se le va viendo el pecho, los bracitos, con apenas ya dentro del útero las piernecitas, blandas, suavecitas, tiernas.
Por eso, porque ya Cándido no puede negar el nacimiento, brilla rutilante ahora la navaja; a pesar de la reinante oscuridad que hace meses anidó en el cuarto más opaco de la casa ahora riela rutilante la navaja, brilla el afilado metal que Cándido blande ame- nazante porque su hija desobediente, malcriada, sigue pariendo, sigue como si nada, ya casi consumando el parto que su padre terminantemente le prohibiera, le había prohibido, le estaba todavía prohibiendo.
Y fue en este instante preciso, ahora mismo, que la ansiedad por la vida hizo al niño abrir los ojos, ahora; cuando Efigenia lo agarró para desentrañárselo, para tirando de él desalojarlo expeditivamente de sus adentros doloridos. Ahora mismito la criatura los abrió para ver nada, nada porque no hay tiempo suficiente en un instante para ver nada, nadería rotunda, nada de nada en un momento que solo son chillidos rasgándose, gritos que Gloria solo les había escuchado a los cerdos cuando eran degollados, chillidos del pequeño que comenzaron cuando, con un tajo hábil, abuelo Cándido cortó el cordón aquél a través del que todavía lo sentía su madre, el cordón ese por el que umbilicalmente ya Efigenia lo había comenzado a amar, a gotearle oloroso amor de madre.
Pero aquel griterío ensordecedor no duró porque no pudo durar. Desde el suelo los ojos del niño vieron los ojos de Cándido, que en ese segundo fugaz en que ambas miradas se encontraron sintió plena la duda, la incomodidad de la incapacidad. Se vieron los mutuos ojos; unos rojeando nervios, los otros grismente vidriosos. Casi bastó aquel instante sin tiempo para que naciera la pena, el ablandamiento.
La navaja no se detuvo hasta clavarse incluso en el suelo de la habitación porque Cándido nunca pensó que el corazón de un recién nacido fuera tan tierno.
Tan blando como el queso blanco que elaboraba de vez en cuan- do con la leche que le proporcionaban sus siete cabras.
Cuando lo miró no miró hacia el pecho, sino que, sin saber muy bien por qué, miró hacia el centro justo de los ojos del pequeño. Los ojitos vidriosos y la boca abierta en un chillido que dolía, de tan chirriante, en un alarido de niño que se anuncia, de recién nacido que inaugura una vida, que abría un tiempo que resultó inmedible por- que no le duró ni milésimas: el grito anunciador murió en el mismo momento en que la navaja lo atravesó; ni un inaprehensible instantillo más le alcanzó y casi podría escribirse que no bastó siquiera para decir que anduvo vivo entre los vivos porque instantáneamente murió.
Murió dejando los ojitos en blanco.
La boquita abierta.
Los bracitos y las piernecillas un poco estirados hacia arriba, así como reclamando un abrazo, esperando los brazos protectores de la madre. Apenas los deditos de las manos y los piececillos rollizos esbozaron una breve mueca de expiración, un hálito postrer de vida que se extingue. No brotó más sangre que la que pertenecía al pro- pio parto, pues la navaja entró en la carne con precisión, vertical, absolutista, y apenas rodeando el final de la hoja, a unos milímetros del comienzo de la empuñadura, podía verse un poco de sangre recién nacida.
Nunca, ni Cándido, ni Gloria, ni Efigenia, habían sentido un más hondo silencio. Los sentidos ensordecidos enmudecieron para crear aquella sensación sepulcral, aquel silencio gelatinoso, masticable. Y eso que era pura impresión, solo engaño, porque en aquella habitación había todavía tres respiraciones, dos sollozos ahogados que se allegaban para doler punzantes al fondo desde ahora inhóspito de Cándido.
Buscó en la esquina los ojos de su mujer. No los encontró. Sintió que habían desaparecido, pero Gloria se tapaba la cara para llorar, pero para llorar un gimoteo de horror, sin darse rienda suelta, inapreciablemente, casi queriendo no respirar, dejar de existir, no seguir viviendo con la escena que acababa de sufrir para siempre a cuestas, repitiéndose como un eco insufrible hasta en el fondo más inaccesible de los sueños que le restaban en el alma y en los espacios de la memoria. En Efigenia no había lugar para sentimientos. Solo ladridos retumbantes en su cabeza y en sus venas. Solo desgarro, fu- gas, barrancos agrietados, securas. En aquel cuerpo aparente ella no habitaba porque estaba traspasada, atravesada, viva solo porque no estaba muerta sino sobreviviendo en la nada, en la nada indecible donde flota ese dolor que no tiene nombre, donde nace la zona en la cual ya no cabe humano sentir, franqueada ya la frontera de lo aprehensible, en el misterio milagroso de lo aún inescribible.
Cándido fue a la cocina, cercana a la habitación del parto. Con la mente alelada, sin poder pensar todavía con claridad, buscó algo donde poner aquel cuerpecillo. Vio, pendiendo de la pared, la bolsa de tergal que Gloria usaba para guardar el pan de cada día. La cogió y sin pensarlo dos veces arrojó su contenido, media docena de codos de pan duro, sobre la mesa. Tampoco tuvo dudas, porque ya había dejado de pensar, a la hora de, una vez en la habitación del frustrado nacimiento, recoger el cuerpo del niño con una de sus manos. Nunca olvidará la levedad del cadáver recién nacido, la suavi- dad de la piel del niño, que lo penetró hasta profundo a través de la palma de su mano. Sin embargo, sí lo invadió la duda ahora, cuando se dispone a introducir el cuerpecillo en la bolsa del pan, porque no sabía si debía o no extraer su navaja del bebé. Titubeó un instante, pero finalmente decidió que no, que allí dentro la dejaría. El cuerpo ensangrentado tiñó de rojo oscuro rápidamente el tergal de la bolsa que lo contenía. Cándido ya había decidido que lo enterraría en su propia huerta, que estaba cerca, allí mismito, apenas había que cruzar la calle, junto al gallinero, nadie lo vería, seguro.
Antes de salir de la habitación miró a ambas mujeres y sintió como si en realidad no las viera. Parecían formar parte de las pare- des del cuarto, inmóviles, planas. Enfiló el pasillo de salida de su casa y una vez en el portal asomó la cabeza y observó con detenimiento ambos lados de la calle, fijó la vista en las ventanas, en las sombras posibles tras las cortinas. Contra su pecho apretado, el bolso con el cadáver, todavía tan caliente que Cándido se lo apartó un poco por- que estaba sintiendo una quemazón que comenzaba a doler. Remiró todos y cada uno de los vericuetos de la calle y de los ventanales ve- cinos, comprobando una y otra vez que no hubiera nadie que pudiese sospechar: con suerte –pensó— todos a aquella última hora de la tarde andarían por el muelle esperando la llegada de los barcos para husmear en las mutuas pescas, para indagar en las respectivas envidias. Viejos, mujeres e hijos aguardando la llegada de los hombres de mar de Rijalbo. Cada vez que ya casi se decidía a cruzar la calle, un nuevo impulso de inseguridad lo hacía retroceder y volvía a insistir en las maniobras de cercioramiento. No había nadie.
Por fin cruzó la calle, y nunca antes había sentido transcurrir tan rápidamente tanto tiempo en su interior. Tuvo el convencimiento de que los segundos aquellos invertidos en cruzar la callejuela lo envejecieron con celeridad inusitada. Sintiéndose más viejo, así, de golpe, comenzó a abrir el portón de la huerta, que albergaba además su gallinero. Y Gloria, desde la casa, recordará siempre con perfección cómo ella desde la habitación acompañó el familiar ruido de la puerta de hojalata que daba a la huerta de su propiedad, ahora que su marido Cándido manipula las vergas herrumbrosas con que ata- ba al quicio aquel desvencijado portón. Gloria estaba segura porque aquel sonido de la puerta abriéndose y la algazara alborotadora que las gallinas armaban cuando alguien entraba eran ruidos para ella, de tan repetidos, inconfundibles, demasiado familiares. Pensaba en esto aún sin conseguir apagar sus sollozos, incapaz de incorporar- se para intentar ayudar a su también desvencijada hija. Efigenia, lle- nos sus adentros de ladridos angustiantes, estaba desmayada, apenas viva para asistir a los destrozos ruidosos y a los desmoronamientos polvorientos que inauguraban la nueva aridez de su interior, la agrie- tadora sequedad que ahora le resquebrajaba las vísceras, el despobla- miento inmisericorde de todas sus sangres.
– Primer capítulo de L’année de la sécheresse
Víctor Álamo de la Rosa
Al’avant-veille du terme habituel de neuf mois, Efigenia ne fut plus capable de contrôler son ventre dilaté, car au-dedans s’agitait avec vigueur le nouvel être exigeant de voir le jour. Il y avait déjà quatre ou cinq mois qu’elle était enfermée dans la chambre la plus reculée de la maison, quatre ou cinq mois depuis que Cándido avait découvert la grossesse ignominieuse de sa fille. Tout au long de ces mois, ç’avait été comme si des chiens hurlaient de plus en plus fort dans sa tête à mesure qu’approchait l’heure inéluctable de la naissance.
» Putain ! » Tel était le premier mot qu’elle avait ouï de la bouche de son père lorsqu’il avait appris cette nouvelle inattendue et terrible. Et puis : » Tu resteras enfermée dans cette chambre en t’empêchant d’accoucher jusqu’à ce que les gens puissent te regarder sans que notre nom soit traîné dans la boue. » Ces paroles, sa mère, Gloria, qui est présente en cet instant, les entend maintenant remonter du tréfonds de sa mémoire, et elle étouffe ses sanglots.
Aujourd’hui, elle pleure aussi, Gloria, car ce qu’elle voit, c’est sa fille qui étreint son ventre de toutes ses forces pour se retenir d’accoucher, sa fille debout devant le père qui lui crie : Non ! Je t’ai interdit de mettre au monde un bâtard, un enfant de putain, un fils de mère maudite, un enfant sans père. Efigenia se rappelle maintenant, comme une réalité appartenant à un temps très lointain, un nom : Aquilino, l’homme de ses amours, le coupable qui incendia sa chair.
Mais c’est bien elle qui sent en ce moment que son entrejambe s’ouvre et que du sang et de l’eau, ou seulement de l’eau, ou seulement du sang, coulent le long de ses cuisses tandis que Cándido, pur tison de fureur devant ses yeux, crie, comme fou :
» Je ne veux pas d’enfants de putain dans ma maison ! » Il hurle, le père, ses exigences, ses ordres impossibles : » Gare à toi si tu mets cette ordure au monde ! Je te l’ai dit, je te l’ai dit que tu n’accoucherais pas, que je ne suis pas devenu vieux pour voir ma propre fille salir mon honneur, je te l’ai répété mille fois, que tu n’accoucherais pas, putain, putain, sale pourriture que tu es ! » Et ces cris résonnent comme une parole éternelle dans les labyrinthes de son esprit, se confondant pour jamais avec les aboiements intérieurs, avec les plaintes de chien blessé.
Et elle pleure, pleure d’avoir trop de raisons de pleurer, comme pleure aussi Gloria dans un autre coin de la pièce, à l’autre bout, car elle a voulu s’approcher pour venir en aide à sa fille, mais le père l’en a empêchée en lui jetant un regard terrible et meurtrier. Gloria pleure de ne pouvoir faire autre chose que pleurer, elle pleure de totale impuissance, parce qu’il n’y a rien à faire maintenant qu’elle voit paraître entre les jambes de sa fille toujours debout la tête minuscule de son petit-fils, de son premier petit-enfant, son premier petit-enfant bâtard, à peine distincte, la minuscule tête silencieuse, poisseuse, rougie, aux petits yeux fermés.
Et Gloria pense que c’est un réconfort, une toute petite consolation que ses yeux restent fermés. Ainsi, il ne peut voir devant lui la réalité ; et cette réalité, c’est Cándido qui crie à s’en déchirer la gorge et se déchaîne contre sa jeune mère, encore debout mais dont les jambes s’écartent, dont le dos s’appuie maintenant contre le mur de la chambre, et qui se laisse glisser au sol, ployée par la douleur, et regarde, regarde droit dans les yeux son père et reçoit gifle après gifle, brutalement, et injure après injure : putain ! (une gifle), je t’avais interdit d’accoucher ! (une gifle), interdit de mettre au monde un bâtard, un chien né d’une pute ! Elle le regarde, et sait – parce qu’elle le sent bien – que son fils échappe à son ventre sans qu’elle y puisse rien, son fils et du sang épais, un sang de la même couleur que les yeux irrités de Cándido, qui hurle et hurle, transporté de rage, car déjà il distingue la poitrine, les bras, et dans le ventre de sa fille ne restent plus que les jambes, les toutes petites jambes molles, douces, tendres.
C’est pour cela, parce que Cándido ne peut plus maintenant nier la naissance, que brille la lame dans sa main. Malgré l’obscurité qui depuis des mois règne dans la chambre opaque, le couteau brille, éclatant, métal effilé que Cándido brandit, menaçant ; parce que sa fille, désobéissante, insoumise, mal élevée, ose continuer d’accoucher, continue comme si de rien n’était, elle a déjà presque accompli cette parturition que son père lui défendait absolument, lui a défendue cent fois, mille fois, lui défend encore.
Ce fut à ce moment précis que la crainte pour sa vie fit ouvrir les yeux à l’enfant ; à cette seconde même où Efigenia le saisit pour le tirer complètement de son ventre, le tirer à elle pour délivrer ses entrailles douloureuses. Juste à cet instant, le nouveau-né ouvrit les yeux – mais sans rien voir, rien de rien, car une fraction de seconde ne suffit pas pour voir autre chose que le rien, une boule de néant. Et cette fraction de seconde ne fut remplie que d’un cri suraigu, un cri comme Gloria n’en avait entendu pousser qu’aux porcs qu’on égorge : cri d’enfant qui vient de naître, et qui eut à peine le temps de s’élever avant que d’un coup de couteau adroit, son grand-père Cándido eût coupé le cordon ombilical par lequel il sentait encore sa mère, ce cordon qui portait de ventre à ventre l’amour d’Efigenia, lui instillait les senteurs douces de son amour de mère.
Mais ce cri perçant ne dura pas, ne put durer. Du sol, les yeux de l’enfant aperçurent les yeux de Cándido, et celui-ci, en cette seconde fugace où leurs deux regards se rencontrèrent, sentit tout entières la gêne, la désespérance de l’absolue vulnérabilité. Leurs yeux se rencontrèrent : les prunelles rouges et irritées du grand-père, grises et vitreuses de l’enfant. Et cet instant sans temps faillit, oui, faillit suffire pour que naquissent la pitié, l’attendrissement.
La trajectoire du couteau ne s’interrompit que lorsque la lame se fut fichée dans le sol, car jamais Cándido n’aurait imaginé qu’un cœur de nouveau-né pût être aussi tendre.
Tendre comme les fromages frais que de temps à autre il préparait avec le lait que lui donnaient ses sept chèvres. Quand il le regarda, pourtant, ce ne fut pas son torse transpercé qu’il fixa, mais, sans savoir pourquoi, le centre noir, précisément, des yeux du bébé. Les petits yeux vitreux, et la bouche ouverte dans un cri qui faisait mal tant il était aigu, un vagissement d’enfant qui s’annonce, de nouveau-né qui inaugure sa vie, une existence infinitésimale, car elle n’avait duré que quelques dixièmes de seconde : le cri annonciateur était mort à l’instant où le couteau s’était abattu. Il n’avait connu que cette parcelle de temps si minuscule qu’elle n’était même pas appréhensible, en sorte qu’on ne pourrait dire s’il était vraiment entré dans le monde des vivants, car la mort lui était venue avec la vie.
Il était mort les yeux vides.
Mort la bouche ouverte.
Mort les bras et les jambes un peu levés vers le haut, comme s’il demandait une étreinte, espérait les bras protecteurs de sa mère. Mais c’etait à peine si ses petits doigts, ses petits pieds dodus avaient esquissé une brève crispation de mort, à peine s’il avait exhalé l’infime et ultime souffle de la vie qui s’éteint. Le seul sang qui souillait sa peau était celui de sa naissance, car le couteau avait percé la chair avec précision, vertical, impérieux, absolutiste ; et sur la lame, à quelques millimètres du manche, on distinguait seulement d’infimes traces de sang nouveau-né.
Jamais, jamais ils n’avaient entendu un si profond silence : ni Cándido, ni Efigenia, ni Gloria. Leurs tympans assourdis étaient devenus insensibles, et c’était ce qui créait cette sensation sépulcrale, ce silence gélatineux, qu’on aurait pu mordre : ce n’était qu’une impression à l’état pur, un simple leurre, car dans cette chambre trois respirations continuaient de se faire entendre, et deux flots de sanglots étouffés, qui s’alliaient pour plonger leurs reproches au fond du cœur maintenant inaccessible de Cándido.
– Primer capítulo de Campiro que
Víctor Álamo de la Rosa
No son letras, son lagartos.
De lejos, extendidos sobre el paisaje, parecen letras. Sus lomos negros bajo el sol, sobre la tierra calcinada, dibujan palabras, pero son lagartos, no cabe engañarse. Sus cuerpos negros, sus cuerpos también azulados, detenidos en cualquier gesto sobre este paraje baldío de la isla. El calor crepita estridente a ras de lava y al fondo el mar evaporándose se funde con el cielo casi blanco. Silenciosa la respiración de la isla. Como una branquia. Como una agalla.
Pero no.
Respira la tierra por la piel de los lagartos. Se agita imperceptible. Ese respirar lento. Como si la isla toda fuese un inmenso lagarto prehistórico, encallado, varado sobre la mar. Sobre el saurio creciera vegetación, algunos pinos, sabinas, piedras lavas sobre las que reposan lagartos. Lagartos grandes como bes o aes o efes o jotas o eles; lagartos pequeños como comas, lagartos crías como puntos, lagartos que son letras. Acaso se empeñen en contar una historia, así, expuestos sobre el paisaje blanco, nitidez del calor, rutilación de la luz sobre un espejo o sobre un papel el sol, arriba, alto, longevo y ausente, derramándose sobre las pieles negras que se empeñan en descifrar el mensaje, el oráculo, letra viva, palabra a palabra, historia de un mundo que late aún, moribundo, yéndose pero refugiado en esas pieles que rezuman calor y significado.
Negras pero también azules. A este lado del paraje casi como si fueran un racimo. Lagartos amontonándose lentos, sin prisa, meditando un acertijo, jugando a los jeroglíficos, aparentemente sin ton ni son sobre la tierra inhóspita. Como esa pe que dobla su cintura, esa ere que recoge su cola, esa i que no es otra cosa que la madre perseguida por la hija, esa ene que no son sino dos tizones machos enfrentando sus cabezas, inmiscuyendo sus alientos en la disputa, la ce dormida del gran lagarto que vigila su hembra y su cría, esa i que está a su lado, acompañada por otra pe que no oculta su vientre abultado a la espera de puesta, envidiando casi a la inmediata i, nueva madre junto al vástago diminuto, punto microscópico, inseparables. Y esa o que llegará hasta el final tampoco engaña porque son dos lagartos, dos ces encontradas que en el momento del amor confunden cabeza y cola, cola y cabeza, para olisquearse sin pudor buscando inspiración, fuerzas, prologando el paisaje venidero, escribiéndose conscientes de la tenue conexión que hay entre crear y procrear, sílabas de un mismo parto.
– Primer capítulo de Terramours
Víctor Álamo de la Rosa
Ecrivain de langue espagnole né en 1969 à Tenerife, petite île des Canaries, Víctor Álamo de la Rosa est poète, romancier et conteur. Grasset a publié son premier roman, L’Année de la sécheresse, en février 2004, puis L’île aux lézards, en février 2005.Chapitre I
Ce qui peut arriver à un âne, pauvre bête, ce qui peut arriver à un âne dans cette île de tous les diables est difficile à imaginer. Ce jour-là, comme on le raconte, l’âne d’Inocencio s’était échappé et était devenu aveugle d’avoir mangé trop de figues blanches. Aveugle, oui, parce que le lendemain matin il n’y voyait goutte. Aveugle comme une taupe si l’on peut dire, car tout ce sucre, celui des figues blanches, lui était monté à la tête, avait tourbillonné dans ses yeux, s’était collé sur ses rétines et avait fait de lui un âne qui ne servait plus à rien, une bouche inutile.
Inocencio soupçonna quelque chose d’anormal lorsqu’il arriva dans son écurie et vit l’animal debout, parfaitement immobile. Quand il le détacha, l’âne ne bougea pas davantage, et quand il lui donna un coup de fouet sur les flancs, non plus, non plus, aucune réaction, l’animal ne savait pas où il se trouvait, il ne voyait même pas, pauvre bête, la porte de son écurie. Inocencio tira sur ses rênes : l’âne avança une patte, puis une autre. Puis plus rien. Plus moyen de le faire marcher, pétrifié qu’il devait être par la peur des ténèbres qui l’enveloppaient. Terrifié, le pauvre animal resta figé sur place, et toutes les forces qu’employa Inocencio à le rassurer ne suffirent pas à lui faire retrouver courage ni à le faire avancer d’un pas. Rien à faire.
Mais Inocencio ne se découragea pas : il décida de rattacher son âne et de le laisser à l’écurie, pour voir si le lendemain matin, après une nuit de repos pour l’un et de digestion pour l’autre, ils auraient une vision plus claire du monde. Inocencio, qui était veuf, n’en dit rien à ses enfants, car il gardait espoir, bien qu’il fût peu enclin à croire aux mira-cles. Il préféra attendre en fumant sa pipe, n’ayant rien d’urgent à faire si ce n’est cueillir les raisins qu’il cultivait dans les fermes des plaines d’Azofa, dans la région de la Curva del Viento. Il pouvait bien attendre au moins un jour de plus, se disait-il, parce que sur cette île, appelée l’île Mineure ou l’île de Fer (tout dépendait de la carte que l’on consultait), le temps passait autrement, comme prisonnier, pris au piège du paysage volcanique tourmenté et de la douceur de la mer de Las Cal-mas.
Mais il n’y eut rien à faire.
Et la chose tourna mal.
Car Inocencio se leva ce jour-là plein d’énergie et de détermination ; il avait dormi à poings fermés, et, sans même prendre le temps de déjeuner, il fila comme une flèche vers l’écurie qui jouxtait la maison pour voir Pandero – c’était le nom du bourricot. Or l’âne resta figé comme une souche et muet comme une carpe, autrement dit, pas le moindre braiment de bienvenue, comme si, tout d’un coup et par-dessus le marché, il était devenu sourd. N’eût été le mouvement rythmé de ses côtes prouvant qu’il respirait, l’âne aurait semblé mort. Mort tout comme ses yeux noirs, emportés dans le vertige du néant. Inocencio passa une main devant, une fois, puis l’autre, de droite à gauche, de gauche à droite, dans l’attente d’une réaction, même infime, mais rien. Même en faisant cela, rien de rien. Contrarié, il frappa le flanc du petit âne du plat de la main. Pandero, surpris et apeuré, sursauta en poussant un braiment de douleur, puis resta sagement immobile, aux aguets, balançant alternativement ses longues oreilles. Tout en ajustant les rênes, Inocencio lui cria : Bouge-toi, espèce d’idiot. Puis les prenant en main, il tira sur l’animal pour le faire sortir de son étable. Une lueur d’espoir s’alluma alors dans l’esprit d’Inocencio lorsque Pandero avança lentement de quelques pas, le cou et le museau étirés par les rênes. Tranquillement, il se laissa mettre le bât. Rassuré, Inocencio monta l’animal et lui caressa la nuque en disant : Gentil petit âne, gentil petit âne, avant de presser ses flancs entre ses jambes, signe sans équivoque qu’il lui intimait l’ordre d’avancer. Et Pandero se mit en marche, comme toujours depuis ces sept dernières années, sortit de l’écurie et s’élança même au petit trot pour s’engager sur le chemin. Mais là, ses pattes commencèrent à faiblir parce que ce qu’on appelait chemin, loin d’être une surface plate, était un sol rocailleux et en pente raide. Dans la descente, le petit âne accéléra, et Inocencio, qui voyait les choses prendre une mauvaise tournure, tira sur la bride pour freiner l’animal. Mais au lieu de s’arrêter, Pandero continua tout au contraire à filer dans la descente, trébuchant sur chaque pierre, ignorant les cris de son maître comme s’il était vraiment devenu sourd. Inocencio hurlait : Espèce d’âne, bougre d’âne, foutu bourricot, pour que Pandero s’arrête enfin. Pour ce qui est de s’arrêter, l’âne s’arrêta en effet, au premier virage du chemin, en rentrant dans le mur de pierre de l’enclos. Et comme il ne voyait pas ce qu’il faisait, il essaya de grimper sur le mur, tenta de l’escalader tout en se blessant, se meurtrissant, s’égratignant. Inocencio, éjecté de sa monture, fit un vol plané. Pendant ce temps Pandero, brayant de plus belle, se plantait des pierres volcaniques pointues dans le ventre, dans son ventre si tendre ; ses pattes avant pédalaient dans le vide, et comme il ne voyait ni ciel ni terre, il continuait de vouloir escalader le mur sans le voir, aveugle, sans se rendre compte qu’Inocencio était tombé, et que les pierres qui roulaient sous ses pattes croulaient sur le corps de son maître et le blessaient ; et il ne pouvait rien faire d’autre que continuer à pousser sur ses pattes arrière en s’ensanglantant le ventre sans cesser de braire, pris d’une telle panique et submergé d’une telle douleur qu’il ne pouvait entendre les cris d’Inocencio enfoui sous les pierres. Pandero ne s’arrêta qu’une fois qu’il eut démoli le pan de mur entier tandis que les pierres pleuvaient tant et plus sur le pauvre Inocencio tailladé et écorché de partout.
– Primer capítulo de Terramores
Víctor Álamo de la Rosa
Lo que le puede pasar a un burro, pobrecillo, lo que le puede pasar a un burro en esta isla de los demonios es difícil de imaginar. Hoy como quien dice el burro de Inocencio se escapó y se puso ciego de higos de leche, ciego, porque a la mañana siguiente no veía tres montados en un burro, esto es, que no veía nada de nada, porque al animal se le subió el azúcar, el azúcar de los higos blancos, que es mucho muchísimo, y el azúcar se le quedó nadando en los ojazos, grupúsculos de azúcar dándole vueltas y más vueltas en las retinas hasta convertirlo en un burro inservible. Inocencio lo sospechó cuando fue a la cuadra y el animal, en pie, ni se movía. Y cuando lo desató tampoco se movió, y cuando le dio en las ancas un latigazo tampoco, tampoco, que no porque no, la bestia no se hallaba, no veía, pobre animal, ni la propia salida de la cuadra. Tiró de las riendas y el burro desplazó una pata, y después la otra, pero poco después ya no hubo modo ni manera de hacerlo andar, porque el miedo a la nada que veía debió atenazarlo y azorado como estaba la muy bestia se atrincheró y todas las fuerzas del viudo Inocencio intentando desapoltronarlo no bastaron para que el asno se animara, se atreviera siquiera a dar un paso más. Que no.
Inocencio no desesperó, sino que decidió volver a amarrarlo y dejarlo en la cuadra, para ver si mañana por la mañana, con un poco de descanso y digestión, tanto él como el animal veían el mundo un poco más claro. El viudo Inocencio no dijo nada a sus hijos, todavía esperanzado, aunque era poco dado a creer en milagros, y prefirió esperar, fumándose unas cachimbas, porque no tenía tareas urgentes que hacer, excepto recoger las uvas que había plantado en las fincas de los llanos de Azofa, poco más allá de la Curva del Viento. Bien podían esperar al menos un día más, discurrió, porque en esta isla, la Isla Menor o la isla de El Hierro, según el mapa consultado, el tiempo corría de otra manera, transcurría un poco preso, atosigado por el violento paisaje volcánico y el impasible Mar de las Calmas.
Pero no pudo ser.
Y el gozo en un pozo, porque Inocencio hoy se levantó resuelto, había dormido a pierna suelta, y antes de desayunar salió disparado hacia la cuadra adyacente a la vivienda a darle los buenos días a Pandero, que así se llamaba el borrico, pero el jumento ni tuje ni muje, es decir, ni mu, ni un breve rebuzno de bienvenida, como si de pronto también se hubiera quedado sordo. Si no fuera por la respiración acompasada que dibujaba su costillar, el asno habría parecido muerto, y muertos muy muertos estaban sus ojos negros, repletos del vértigo de la nada, porque Inocencio le pasaba la mano por delante una y otra vez, derecha, izquierda, derecha, izquierda, esperando una reacción, aunque fuese mínima, pero ni por esas, nada de nada. Abofeteó al pollino, Inocencio enfadado, y entonces Pandero, debido al susto de la sorpresa, rebuznó dolorido y se incorporó de un brinco. Después se quedó muy quieto, atento, alternando el movimiento de sus largas orejas. Inocencio le gritó espabila burro majadero mientras cogía las riendas, las desataba y tiraba de la bestia para que saliera de la cuadra. Un brillo de esperanza, entonces, porque Pandero anduvo estirando el pescuezo y el hocico que las riendas tensaban. Primero despacio y Pandero tranquilo se dejó incluso poner la albarda. Inocencio montó, satisfecho, y le acarició el cogote al asno, diciendo burrito bueno, burrito bueno, al mismo tiempo que lo apretó con sus piernas, señal inequívoca de la orden que significaba ponerse en marcha. Y Pandero caminó, como siempre durante estos últimos siete años, incluso se atrevió con un trote suave, alegre, y salió de la cuadra al camino y en el camino le empezaron a flaquear las patas porque lo que llamaban camino no era llano sino auténtico pedregal cuesta abajo. Y cuesta abajo fue acelerándose el pollino e Inocencio se percató de que la cosa no marchaba y tiró de las bridas para que Pandero parara pero no paró sino que siguió, Pandero cuesta abajo tropezando en cada piedra y de nuevo como si estuviera sordo ignorando el griterío de Inocencio que chillaba so burro so burro so pedazo de burro hasta que el burro Pandero se detuvo, sí, se paró porque en la primera curva del camino chocó contra el muro de piedras del cercado y como no veía lo que hacía intentó subirlo y al tratar de escalarlo se hirió, se magulló, se lastimó, e Inocencio salió despedido, volando desde aquella altura, y Pandero rebuzna que te rebuzna clavándose aquellas picudas piedras volcánicas en la barriga blanda porque había pasado las patas delanteras y después se había quedado atrapado y como no veía ni tres en un burro seguía intentando escalar el muro sin ver dijo un ciego sin ver que Inocencio había caído, y que las piedras que él removía rodaban sobre Inocencio y lo herían y él no sabía ya qué hacer más que seguir empujando con sus patas traseras y sangrándose la barriga y rebuznando tanto pánico y tanto dolor que no podía oír los chillidos de Inocencio con tanta pedrada encima porque Pandero no paró hasta que derribó esa parte del muro y las piedras llovían y las piedras sobre Inocencio todo cortado y todo arañado y ahora Pandero por fin pasa y pisa sin querer sin ver a Inocencio que grita jodido burro de los demonios.
Y tanta algarabía armó que ya llegaron ya sus hijos mayores, alarmados Policarpo y Cesarín, atónitos, con susto en el cuerpo, y qué le pasó, padre, qué, y Cesarín que socorre a Inocencio mientras Policarpo sujeta a Pandero que, heridísimo, se ha desplomado sobre una higuera. Inocencio se incorporó, tenía algunos cortes en los brazos y en la cara que sangraban, con la ayuda de su hijo Cesarín, que lo observaba con ojos interrogantes, aguardando una explicación.
-El burro se quedó ciego. Hay que ir a matarlo- sentenció iracundo Inocencio.
Cesarín meditó unos segundos, pero no habló, esperando las órdenes del progenitor.
-Vamos a bajarlo por el barranco entre los tres- dijo el padre, categórico, lamiéndose la sangre que le discurría hacia las comisuras.
Policarpo, unos metros más abajo, había logrado que la bestia se levantara. Pandero sangraba por su barrigona y gruesos hilos de sanguinolencias parduzcas discurrían por sus cuatro patas. Policarpo entendió.
-Pandero, me temo que se acabó lo que se daba- murmuró tristón mientras acariciaba al burro.
Pandero, con la mirada perdida, trataba de acompasar su respiración agitada. Inocencio le quitó la albarda y agarró las riendas. Policarpo y Cesarín se pusieron uno a cada lado del asno, para así guiarlo entre los tres. Pandero caminó, muy despacio, tentando la senda con los cascos delanteros, de pronto tranquilizado por la presencia conocida de esos tres olores familiares.
En poco menos de media hora llegaron al despeñadero que se abismaba hacia la playa de Los Moles. Abajo el mar se tumbaba ruidoso sobre los callaos grandes del playón. Por esa fuga Pandero habría de caer, descender por lo menos mil metros para morir despanzurrado. Inocencio le quitó las bridas. Ahora el asno estaba a dos metros del vacío. El precipicio daba vértigo. Inocencio le miró el fondo de los ojazos. Nada en aquella nada negra. Acarició el hocico, espantando cuatro moscas. Los tres hombres se pusieron detrás de Pandero, pasaron sus manos por el suave pelaje grisáceo de las ancas y Pandero movió el rabo en señal de agradecimiento.
-¡Arre, burro, arre!- fueron gritando los tres, confundiendo sus voces.
Por el despeñadero ascendía el viento, unas lenguas de brisa con aliento a mar. Pandero no se movió, temeroso, quizás estaba presintiendo el vacío hondo que no podía ver.
-¡Arre, burro, arre!- insistieron.
Pandero, hierático, dejó incluso de agitar su cola. Ni siquiera se sacudía las moscas, la docena de moscas verdes que habían acudido puntuales al reclamo caliente de la sangre. Zumbaban, nerviosas, inaugurando el festín, enturbiando con sus aleteos la por lo demás plácida mañana.
-¡Arre, burro, arre!- reanudaron la letanía Cesarín y Policarpo.
Inocencio había callado esta vez. Rebuscó en el bolsillo trasero de su pantalón al mismo tiempo que ordenó a sus hijos que se apartaran. El sol, escondido tras una tupida fronda de nubes altas, dejó escapar un rayo de luz que fue directo a incrustarse en la navaja de Inocencio, esta navaja que desciende vertical en busca de clavarse en los cuartos traseros de Pandero, esta navaja que ahora pica de pronto al borrico que salta que trota que huye por fin hacia su condenación.
Pobre bicho. Bastó ese movimiento reflejo al sentir la punta acerada.
Pandero se despeñó.
Cayó al vacío.
Precipicio abajo.
Agitó las cuatro patas.
Las movió buscando asidero en el aire, como si eso fuera posible, como si en el interior del aire hubiera anclajes, como si, mejor, hubiera podido tener alas, y planear, y volar hasta hallar lugar seguro, tierra bajo sus patas. Policarpo y Cesarín lo vieron veloz caer, asomados ellos al borde de la fuga, precipitándose abismo abajo hasta estallarse, estropicio opaco de vísceras, contra los callaos del playón. Los muchachos se habían echado a tierra y habían reptado hasta el borde. Y vieron a Pandero precipitarse y ni siquiera rebuznar de miedo. Pensaron que la ceguera le ahorraría el pánico, pues no sabía que volaba hacia la muerte. Inocencio prefirió no contemplarlo. Cuando sus hijos le pidieron que se asomara él negó con la cabeza y rehizo su camino, tenía que recoger la albarda y volver a casa: ya pensaba en hablar con Santiago el Panadero para pactar la venta de un burro nuevo.
Cesarín y Policarpo permanecieron en lo alto del precipitadero, viendo abajo lo que había sido Pandero, en qué se había convertido: la cabezota orejuda descoyuntada, posada sobre un callao pero todavía aferrada al cuerpo; la barrigona, desabrochada, soltando tripas; las patas tan tan partidas y astilladas que eran irreconocibles. Las primeras gaviotas y pardelas ya habían aparecido, y comían, enlodadas en sangre, disputándose picoteadoras trozos de vísceras. Los gatos salvajes también luchaban por las tripas mejores al igual que los lagartos y los cuervos. Metían sus cabezas carroñeras en los huecos de Pandero. Devoraban inmisericordes: había que darse prisa porque pronto subiría la marea y el mar acudiría a reclamar lo que también era suyo: sacaría su avara lengua azul para también él tragarse los restos pellejos de Pandero.
– RELATO JUAN EL CHINGO SUPO VOLAR
Víctor Álamo de la Rosa
La primera vez que Juan el Chingo acabó enmarañado en una fronda de tuneras no había cumplido todavía los once años. Pobrecillo, habría que haberlo visto lloriquear, lleno de mocos, incapaz de quitarse los cientos de picos que herían su piel infantil.
Se había parado a contemplar un cúmulo de caparazones de escarabajos muertos que sin embargo se movía, lentamente, a la vera del camino que conducía a los huertos del Letime. Con esa curiosidad intrépida de los niños, Juanito posó su dedo sobre aquella masa andante sin percatarse de que bajo aquellos brilloteares negros asomaban ocho patas filamentosas y velludas, las ocho patas temibles de la araña mamona. Puso su dedo índice sobre los caparazones y ya no tuvo tiempo de reaccionar: la araña saltó a su rostro y agarró sus patas viscosas a su labio superior para, con rabia de arácnido molesto, soltar su picotazo aguijonante e inocular su veneno. Trastabilló, por culpa del susto inesperado; retrocedió para tropezar con las piedras del camino y, por más que intentó mantener el equilibrio, lo único que consiguió fue aumentar su velocidad y precipitar su caída un poco más lejos, justo donde nacía una tupida fronda de tuneras repleta de higos picos. Por eso es fácil verlo llorar, lleno de mocos verdes, hecho un cristo, picado en el labio por la araña mamona y picoteado por los cientos de espinas de la plantucha dichosa.
Los gritos del niño llegaron a Masilva, el pueblo cercano, y alertaron a las gentes ociosas. Pero también pudo oírlos el cura Benito, que rumiaba su soledad por aquellos parajes calcinados por el sol, pensando en sus cosas. Corrió a socorrer al desventurado y no poca fue la pena que sintió al ver al zagalote hundido entre tuneras, masacrado por los no pocos picos, con la boca deformada hasta el dolor más insólito también por culpa de la hinchazón provocada por la mordedura de la araña.
No era justo, no había derecho a tanta violencia de la Naturaleza, pensó el cura, incapaz de ayudar a Juanito porque sacarlo de aquellos férreos brazos vegetales no era empresa fácil. Tanto dudó el cura que el muchacho se desmayó, tan enormes eran los dolores, tan certero había sido el veneno inoculado. A lo lejos ya era predecible la figura de Tadea, para una madre son del todo inconfundibles los gritos del hijo, acompañada por Semi, un joven del pueblo al que así llamaban no sólo porque todo lo que hacía lo dejaba a la mitad sino porque era bajito, fornido pero más bien enano. Entre los tres lograron sacar a Juanito del atolladero de púas en el que se había desvanecido y ya Tadea, al verlo tan herido, le rogó al cura Benito que le echara unas cuantas bendiciones. Y así recorrieron el camino de vuelta a Masilva: Juanito en los brazos de Semi, flanqueado por Tadea llorando y el cura Benito refunfuñando rezos.
Pero no había pasado lo peor. El labio superior del niño se había hinchado hasta extremos indescriptibles y se había puesto de un insalubre color negro. No cabían dudas, lo había picado una araña mamona y había que darse prisa para extraer el veneno y cauterizar, pues era uno de los más nocivos que se conocen. Tadea, resuelta, sin esperar por el marido, no había tiempo que perder, aplicó toda su sabiduría medicinal, heredada de su madre y, aprovechando la inconsciencia del hijo, cogió un cuchillo y cortó. Realizó un corte en plena hinchazón que hizo un desgarro vertical que llegó hasta el labio. Brotó la sangre, aunque espesa y poco bermeja, pues se había mezclado con la negrura líquida del veneno. Apretó ambos lados de la herida, para que no quedara ni resto de la sustancia. Después chupó aquel reguero nauseabundo y escupió ruidosamente tres veces, para que tampoco en su boca quedaran restos nocivos. La cara de Juanito fue paulatinamente recuperando cierto color y la sangre fluía cada vez más roja: buena señal. Como todavía era pequeño, discurrió Tadea, el labio sanaría también con el transcurrir de ese tiempo que todo lo cura.
Pero se equivocaba, erraba en sus cálculos felices.
Se curaron, sin embargo, los pinchazos de los picos de la tunera, aunque Tadea invirtió casi una hora en retirar tanta púa. Delicada y dedicada, con paciencia de madre, pico a pico, sin llorar para que el pulso no le temblara. Juanito estuvo casi un mes sin hablar, reír o llorar, porque su labio tardó en sanar más de la cuenta y le dolía, vaya si le dolía. Cuando la piel del labio hendido se estiraba Juanillo veía las estrellas, todo el firmamento constelado le nublaba los ojos, chirivitas iridiscentes de dolor. Y para colmo de males tuvo que beberse aquel brebaje a diario, la triaca, así lo llamaba su madre. Menos mal que nunca supo que Tadea lo preparaba con sus propios excrementos mezclados con vino. Nunca lo supo, aunque procurando no mover los labios decía:
-Mami, este jarabe es una mierda.
Los niños del pueblo no tardaron ni un mes en apodarlo “El chingo”, hipocorístico malvado pero oportuno. Su labio superior jamás volvió a ser el que era, y tanto se le arrugó, como si hecho un ovillo quisiera metérsele en las fosas nasales, que ya rara fue la ocasión en que Juanito, al hablar, no salpicase saliva por ese hueco odioso que, para mayor escarnio y general burla, dejaba al descubierto sus dos grandes paletas, tan incisivas como las de una liebre. Labio leporino, sentenció tiempo después Manolo el maestro, que para eso era el más y mejor instruido de los vecinos de Masilva, pero aquello, palabreja incordia, no sirvió de consuelo ni de nada, porque a él no lo llamaron el Leporino sino el Chingo.
Cuando le compraron la bicicleta Juanito recuperó, por el interés te quiero Andrés, a algunos de los amigos que había perdido, pero no pensó que fuera por intereses espurios sino, más bien, que habían reflexionado mejor sobre la conveniencia de su amistad y que ya poca importancia le concedían a esas gotitas minúsculas de saliva que les brincaban a la cara cada vez que Juanito hablaba o gritaba o reía o lloraba. Malos del todo nunca fueron, se consoló el Chingo, hartísimo de tanta soledad y repleto de ganas de hablar y jugar. Pero al crío la bicicleta le duró poco y, cuando la sacaron de una nueva fronda de tuneras ya no había mecánico en la isla ni en todo el mundo conocido que pudiera concertar aquel amasijo de hierrajos retorcidos. ¿De dónde sacó la idea Juanito de que la bicicleta se conduciría igual que su burro? Se montó en el artefacto velocípedo y se dejó escurrir calle abajo, hablándole al juguete del mismo modo en que le hablaba a Liborio, su asno, y por más que intentó girar a la derecha la bicicleta continuó recta hasta que la callejuela se acabó, chocó contra unas piedras y ya por el aire fue un sólo volar de niño y bicicleta hasta caer con dolor en una nueva fronda de tuneras. Predestinamiento maldito, maldeciría su madre horas después del accidente.
Fue un golpe seco y otra vez Juanito se llenó de picos, pero esta vez no lloró, no lo hizo porque pensó que la bicicleta no lo había entendido, no percibió su mensaje, las palabras que le indicaban el camino correcto. Y si la máquina no lo había entendido fue por culpa de aquel labio leporino que no era sino un labio torcido, engurruñado, tan retorcido ahora como su bicicleta inocente, incapaz de entender las palabras pronunciadas, semi pronunciadas por un idiota. Por eso volvió a casa en silencio, sangrando despacio por culpa de tantos picos pero en silencio, en silencio irrenunciable porque había decidido no volver a hablar. La voz se le fue escondiendo acomplejada en algún recoveco de su alma dolosa y ya años después muchos pensaron que se había quedado efectivamente mudo por culpa de aquella caída, por culpa de aquella bicicleta, metálico engendro diabólico, que en mala hora pero con tal de alegrarlo un mal día aciago le regalaron sus padres. Así pensó Tadea, estaba claro, menudo golpetazo se llevó el niño que hasta la mismísima voz se le apagó.
Cuando ya era Juan, porque tendría veintipocos, todavía era el Chingo, aunque en realidad no chingara, es decir, no escupiera, porque hacía como once años que no hablaba ni en sueños. Cada vez más anacoreta, le gustaba cazar arañas, pájaros y lagartos. Se iba, en invierno, a la charca de Tefirabe, en la montaña de Valverde y allí quemaba raíces de plantas con las que hacía una especie de pegamento. Untaba la cola en las piedras del borde de la charca y cuando los pajarillos más pequeños, como los trigueros, los canarios y los gorriones, se acercaban a beber, los cazaba, porque los pobrecillos no podían alzar el vuelo. Agitaban sus alas y era tanto lo que se debatían, asustados al verse atados al suelo, que sólo lograban adherirse aún más, enrollarse sobre sí mismos, caracolear dejando un reguero de plumas y de heces blancuzcas, pues se cagaban de puro pánico. Después venía el festín, porque Juan los asaba y los devoraba con fruición. Rechupeteaba sus huesecillos sabrosos, escondido, para que nadie viera que, también al comer, se le escapaba saliva por aquel hueco de sus labios que tanto había desordenado su vida. Las arañas, sin embargo, no las devoraba él, sino que, por oscuras razones vengativas, se las daba a comer a los lagartos, que capturaba a decenas con grandes latas de aceite o con anzuelos de pesca en los que colocaba como cebo pequeños trozos de cáscara de tomate. Las latas de aceite vacías eran la trampa más eficaz. Las ubicaba entre las rocas, en posición vertical, con tomates escachados en el fondo. Los lagartos, hambrientos, se deslizaban hacia el interior en busca del manjar, pero, en el momento de salir, forcejeaban una y otra vez, exhaustos, porque sus patas eran incapaces de adherirse a los resbaladizos lados del recipiente. Así se divertía, así gastaba sus horas después de que Manolo el maestro lo diera por imposible y lo liberara de la escuela por imposible y por bobo, por bobo del pueblo.
Juan el Chingo vivió así de planamente hasta que un día, también a él, lo sorprendió el amor. Comía pájaros, babándose y haciendo extraños ruidos bucales por culpa de aquel labio desviado cuando la sensibilidad también desviada de Celedonia Jesús se cruzó en su digestión. Ya no podía remediarlo: mire usted por donde ese labio leporinísimo, aquella salivación desorbitada y esos ruidillos masticantes la excitaban sobremanera. Y por eso lo espiaba y por eso hoy por fin lo buscó, caliente, encelada, hablándole muy quedo pero tartamudeando por culpa de la excitación. Y tras la inicial sorpresa, verán la graciosa mueca de boca desencajada de Juan, vino el endulzamiento, el embobamiento, el abotargamiento, el deslizamiento hacia las mullidas esferas del sexo. Porque fueron las manos de ella muy directas a desvestir su bajovientre blanco para después negro y de tan negro casi rojo también después, al amparo agradable del tupido bosque de pinos, sin miedo a miradas inoportunas. Y del pánico y del asombro, de tantísimo pánico y asombro casi habló esta vez Juan el Chingo, al ver y rever aquella fuente de la mujer, aquella sonrisa tan salivante que lo llamaba porque también tenía labios torcidos, labios mojados con los que quizás, por fin, poder hablar, entablar una conversación jugosa. Y habló, se zambulló de cabezas, y habló como nunca con su labio torcido a esos otros labios verticales y doblados y apretados y homónimos. Habló y habló y habló mientras Celedonia Jesús también hablaba y hablaba y hablaba para decir más, así, más, así, sigue más así.
Sorbió como siempre lo había hecho Juanito Juanillo Juan el Chingo, pero esta vez creyó besar el cielo, nunca mejor dicho, pues besó con tantas ganas que Celedonia Jesús también se habituó a aquel extraño modo de hablar, labios contra labios, labios de arriba contra labios de abajo, labial batalla campal a la que ambos se entregaban a escondidas, viciosos, sin que nadie los viera, en aquel bucólico rincón recóndito del bosque de brezos y cedros de la montaña de Valverde. Y con el endulzamiento, el embobamiento, el abotargamiento y el deslizamiento llegó, irremisible, el enamoramiento. Lo que de peor tenía lo peor, qué tristeza, porque Celedonia Jesús, cualquiera se lo habría dicho, era de esas insaciables, de esas incansables para las que todo siempre era poco, sobre todo desde que de pequeña le sembraran el vicio en el juicio. Con todos los disponibles se acostaba Celedonia Jesús, macho hombre o macho animal, que en momentos de desespero valía conformarse, y que a esa perra en celo perpetuo nadie le pondría collar célibe era secreto a voces en la isla, en la isla víctima, en la isla cárcel, en la isla nadie. Y nadie ni cosa ninguna sería capaz de enfundarla otra vez en sus cabales, si cabales alguna vez tuvo, porque ella desde entonces sólo entendía de cabalgaduras, desde entonces adicta al semen, nada más y nada menos, que por alimento indispensable se juzgaría a juzgar por su inquina y su franqueza y su dedicación inexorable al vicio susodicho. Lamentables desvíos de la Naturaleza, que acontecen por designio luciferino o por descuido distraído en el momento de la creación. Nadie, pues, le pondría bozal a esa boca avariciosa que condenadamente enamoró a Juan el Chingo. Y por eso a diario la esperaba y casi a diario aparecía, dispuesta a amamantarse, como si el muchacho fuera vulgar abrevadero, que de amores ella no entendía. Aguardaba hasta que aparecía y volvía la luz aunque fuese la noche en realidad en ciernes, por doquier, circundándolos con su zarpa fúnebre, aunque fuese, de veras, aunque Juanillo hasta se propusiera hablar para hablarle de amor. Y cómo lo habría hecho, cómo habrían sido aquellas palabras: habrían sido largas, inspiradas y felices: bonitas también, endulzadas con ese cansancio melancólico del corazón arrugado pero pletórico, guiñapo pero hinchado y henchido con palabras de amor que habrían sido amorosamente pronunciadas, sin escupitajos ni chingos, con sincera proximidad de amor que ama: largas, inspiradas y felices habrían sido, oportunas y dichas con dicha, con toda la gloria inmensa de que es capaz un alma: dichas habrían sido con calor de hombre, con color de nube, con musical precisión constelada, con sabor a palabras dichas cuando ya no hay más remedio que hablar, hablar para no estallar de amor. Así habrían sido, indudablemente, largas, inspiradas y felices si Celedonia Jesús le hubiera dado la oportunidad, el momento, si un instante hubiera dejado a Juanillo separar sus labios de los labios latientes de su vulva. Hablar de poesía en momentos tan prosaicos, sólo a un iletrado podría ocurrírsele. Por eso no ocurrió, podrán imaginárselo, como tampoco ocurrió la escena en que Celedonia Jesús, tras un año de sorbeteos cómplices, le hubiera contado que se acabó, que se fuera olvidando, que no la esperara ni la buscara ya más, que de la isla se iba con un alemán que le había prometido villas y castillos, europeos continentes amplios, más espacio en el que vivir. Para eso lo había encantado con sus maravillas. Y como no ocurrió, hoy, y ayer y antier y el lunes y el martes… es fácil ver a Juan el Chingo, todo un hombre enamorado y todavía sin hablar, esperando día tras día, semana tras semana, mes tras mes en el mismísimo lugar de los hechos. Aguardándola como si aquella espera fuera el único sentido de su existencia. Y durante todas aquellas horas de espera infinita Juan el Chingo indagó insidiosamente en la veleidosa naturaleza del amor. Se preguntó por los colores del amor, si los tuviere, pero preguntaba al verde de los pinos también si era verde el color de lo que estaba sintiendo. Pero al rato su vista se iba, tronco arriba, hacia el cielo sobre las copas, y para ese cielo cambiante sí que tenía sobradas preguntas. Hace un momento, con el inicio de la tarde, lo vio extremo azul, pero en un pispas distraído se había puesto color azabache y como más hondo, una hondura parangonable al frío hondo que había dentro, dentro de aquí, como en el interior de sus vísceras. Así eran sus razonamientos, cosa extraña. Después abandonaba el cielo para escarbar en los colores de las piedras del bosque, recubiertas de líquenes rojos y de líquenes grises, de líquenes de colores imposibles porque no encontraba las palabras, como tampoco encontraba nuevas explicaciones, y al no hallarlas aquel proceso de espera se iba complicando pregunta a pregunta, preguntas que total sólo eran una, grande y estentórea, ¿dónde estaba ella? Ella y su aliento caliente, ella y la necesidad que le demostraba, ella, en fin, y sus colores: rojo del pelo rojo y rojo de los labios rojos y rojo de la gruta roja y rojo era, debía ser, así de confusamente discurren los obcecados de amor, el color de aquí dentro, el color de lo que sentía y el color de sus tripas llenas de sangre.
Pero no todos los días fueron iguales sus ensimismamientos. También se enrabietaba y entonces sin hablar la insultaba y le decía en el pensamiento puta, puta, puta, pero eso tampoco traía alivio, la verdad. Así cualquiera, comprenderán, acabaría desquiciado. Desaparecer sin unas palabras de adiós. Por ella es mejor que ni se pregunten porque con tanto horizonte nuevo, con tanta Europa visitable, no tuvo ni un recuerdo para el bobo, ni uno mísero y despistado para el sabor de Juan el Chingo. La verdad es que daba pena, la daba sinceramente, y se acordó, al pensar en sí mismo y verse de aquella guisa, de aquellos pájaros que atrapaba otrora al borde de la charca, ya tristes, ya sin vuelo, ya casi muertos.
Sólo volaba ahora el tiempo.
Y no sabría decirse si fueron meses si fueron años lo que esperó, sí que fueron años los que deambuló por la isla estrecha, por la isla nadie, por la isla cárcel: buscándola, queriendo presentirla tras el recodo de cualquier camino, tras la sombra de una cueva, junto a los tilos del bosque, en la figura lejana de alguien que no era. Y del pecho no salía sino tristeza despechada, y todo aquel aire limpio era nada, era poco, era aire irrespirable porque ella ya no estaba: ni labios ni olores ni sudores ni amores. Ahora sí que era fácil señalarlo como el bobo del pueblo, ahora sí que sus ojos se ponían en blanco de tanto buscarla donde no la veía, de tanto vislumbrarla donde no estaba, de tantísimo atisbarla donde ya no existía. Cada vez más loco, habríamos sentenciado con sólo echarle un vistazo tenue, de soslayo, porque ya como que estaba en otro lado, en otra esfera conjugada por el desvarío y la soledad y la incomprensión y porque todo eso, todo ese mal repleto había logrado hasta que perdiera hasta las palabras, las palabras que incluso no pronunciaba. Ya ni siquiera podía recrearlas en su mente, ahora su mudez iba en serio. Juanito Juanillo Juan, enfermo, al borde, junto al precipicio de la montaña de Valverde. De ahí a pensar que podía volar sólo había un paso.
Y el paso final finalmente lo dio una mustia madrugada de invierno, con todo el peso de las nubes combando el firmamento, sin llorar, convencido de que volar volando llegaría a por lo menos Alemania, sin pensar siquiera en que abajo, tras su vuelo, nada más lo esperaba la última fronda de tuneras que habría de picotear su existencia lastimosa.
– RELATO LA VIEJA DÁCILA O PARÁBOLA DE LA MULA
Víctor Álamo de la Rosa
Todos pensábamos que era buena, buena la vieja Dácila. Yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos también pensaban que la vieja Dácila era buena. Vino de una barriada de La Laguna aquí a la Isla Menor cuando ya el tatuaje que de moza se había hecho en el vientre, a la derecha del ombligo, había comenzado a arrugarse. Un tatuaje que era una mariposa que tuvo alas, pero que con los años ya no lucía estirada, a punto de alzar el vuelo, sino más bien alicaída, como si nunca hubiera podido salir de su cápsula gusana. Vino con todas las mañas aprendidas a la caza de marido, tras la pista de un hombre bueno que en su cabeza despiadada era sinónimo de marioneta fácilmente manipulable. Vino a la Isla Menor con sus creídos aires de princesa y su rizado pelo pelirrojo bien entintado para que no se averiguaran las primeras canas. Vino con toda su carga de espesura dispuesta a granjearse una fama nueva y, sobre todo, contraria a la que tenía en la Isla Mayor. Vino la vieja Dácila a la Isla Menor a gastar sus últimos cartuchos en estas tierras poco habituadas a la perfidia.
Y no falló el tiro, la vieja Dácila, porque vino a apuntar certera al hijo de don Manolo, nuestro querido José, hombre romántico donde los haya, muy dado él a la poesía y a la ensoñación literaria, aficionado a las novelas de terror y futuro heredero de buenas tierras en Valverde y en La Restinga. Y puso el ojo y puso la bala, esta vez no podía escaparse la presa, y fue a fijarse en él cuando él más distraído estaba, de lleno metido en sus quehaceres poéticos y en sus musas sin carne y sin hueso, de tan etéreas. Y la vieja Dácila se dijo que otra vez no le volvería a pasar, que para eso ya había conocido a muchos hombres desde que en su niñez, a sus doce años, comenzara a hacerle pajas a su noviete del barrio cada vez que se iban de excursión, que muy pronto aprendió ella que había que sacarle rendimiento a sus armas de mujer, armas que estaban en aquellas curvas, en esos pechos con verruguita graciosa junto al pezón, en esa vagina jugosa y en esos detalles eróticos que sabía propiciar para enganchar a los hombres: ponerse sabiamente guarra cuando el sexo se ponía gamberro.
Porque la vieja Dácila también fue joven, aunque ahora, venida a menos, desgastada por tantas manos, su piel luciera añada a pesar de maquillajes y ungüentos. El dudoso encanto de la vulgaridad, su enorme disposición para dar y recibir sexo. Pero la vieja Dácila pronto supo que aquello no bastaría para enamorar hasta la dependencia a José, como no había bastado con los anteriores, que la dejaron por terca, por tozuda, por mula. Que el sexo magnífico que desplegaba no sería suficiente para sus propósitos de dominio era algo que Dácila sabía y por eso su noviazgo fue un pulso continuo, ese tira y afloja de enfados y reconciliaciones tan típico si en este caso no hubiera sido tan premeditado.
Y José enfermó. De repente. A pesar de ser el hombre más sano de la isla. Empezó a sufrir unos vértigos que lo dejaban mareado, sin poder escribir sus poemas, sin poder largarse a los acantilados de la costa a pescar, sin poder acudir a los guateques de los pueblos de la isla. Vaya misterio. José enfermó un día y ya nunca más volvió a ser el mismo, a pesar de que aquellos vértigos sólo lo atacaban de vez en cuando. A veces una vez al mes, a veces varias. El médico se afanó en hallarle cura, pero fue dándose por vencido a medida que no se le ocurrían remedios. Llegó a sospechar que Dácila podría tener algo que ver, pero dictó reposo y paciencia, mucha paciencia, porque debía ser cosa de los nervios desarreglados. Pero lo peor de lo peor fue que aquella enfermedad esporádica le trajo un mal crónico: José ya no confiaba en sí mismo, en sus fuerzas, en lo que había sido. En ese momento, José dejó de creer en José para empezar a creer sólo en Dácila, en su novia Dácila. A pesar de estar casi siempre insatisfecho, él sentía amor, mucho amor, un amor descomunal que hacían a menudo, follando cual conejos, como si a través del orgasmo él pudiera por fin llegar al verdadero cavernoso fondo de Dácila, tocar su fondo real. Y todos pensábamos que en aquellas circunstancias dolientes Dácila cuidaría de él, yo, tú, él, nosotros todos, que se entregaría en cuerpo y alma a la causa del sanamiento de José, pero Dácila se dedicó a administrarse, a darse con cuentagotas, a darse a la mitad, a visitarlo sólo cuando a ella le convenía: hoy un poquito, mañana un poquito menos. Y se dedicó también a acomplejarlo en esa hora en que la autoestima de José estaba tocada y al borde del abismo del hundimiento, sacudida por la enfermedad y la falta de cariño. La vieja Dácila nunca había sabido amar. La vieja Dácila no creía en el amor bonito, en el amor generoso, confiado, tranquilo. O tal vez todo fuese mucho más simple: no lo quería lo suficiente, no lo quería en serio. O tal vez todo fuese más complejo: ella misma, tan superficial, no podía amar como se ama. Porque lo que de veras quería era marido, a toda costa, acuciada por la edad, porque ella quería ser madre antes de que la naturaleza le dijera que no no nones. La primera táctica fue darle celos para que José pensara que tenía muchos pretendientes, la segunda hacerle sentir un ser casi despreciable, viejo y celoso. Y José, ingenuo, traicionado por el feroz enamoramiento, fue cayendo en todos los ardides hasta que se convenció de que Dácila era su única oportunidad de tener esposa, hijos, una familia propia. Y se convenció de eso a pesar de la insatisfacción de la infelicidad, porque José sabía, en lo más profundo de su intuición, que aquello que presuntamente le daba Dácila no era el amor. El amor que había leído en los libros. El amor que había visto en sus padres. El amor con el que siempre soñó: limpio, despojado, grande, lejos de aquella sordidez y de esa mecánica cicatera y superficial. Cuantas más atenciones y cariños y ternuras reclamaba a Dácila, menos y menos recibía. Caprichosa pero, sobre todo, terca como su mula, tozuda hasta la desesperación, egoísta hasta decir basta, que para eso Dácila siempre tenía la razón. Y José se entregó, vencido, a aquella consumación, sabiendo que jamás sería feliz. Conforme iban transcurriendo los meses, Dácila afilaba aún más el cuchillo de sus tácticas. Y si hoy se desnudó y regó con chocolate derretido su cuerpo fue para decirle después que aquello ya lo había hecho con su novio anterior, un peluquero buenísimo en la cama. Y si ayer le contó cómo se entregaba al sexo en garajes ajenos y en coches y en casas abandonadas o tras el muro de alguna callejuela inmunda, disfrutando de su magnífico ex novio peluquero, fue para dejarle claro que su tranca era más pequeña que la del anterior. Y si mañana, cuando José, derrotado por los vértigos, esperaba ternura y compañía y fuerzas para espantar el aliento verde de la soledad, Dácila le decía que tenía que hacer tales o cuales cosas y que en ese preciso momento no podía ser, él, José, lo que iba quedando de José, no sólo se creía morir, sino que la certeza de no ser verdaderamente amado entristecía sus días con la claridad de lo que se sabe aunque no sea aceptado. Estúpida necesidad de amar, gana inmensa de sentir sin reservas que lo quieren. Gastó sus ahorros en comprarle un anillo de compromiso que ella sólo accedió a lucir después de hacerse la remolona. Le pidió que se casara con él y ella se hizo de rogar y le dijo que se lo pensaría. Y así cientos de perrerías, entre grandes, medianas y pequeñas, que servían para alimentar en José esa insatisfacción sin embargo enamorada que aplastaba su voluntad hasta conducirlo a la dominación y a la tiranía. Y Dácila era pequeñita, y sus ojos fríos y avispados, y en realidad muy poca cosa a poco que José la viera con ojos objetivos, con ojos indiferentes. Donde había mujer enana, él veía garbo, altura grácil. Donde había nariz torcida, él veía detalle peculiar y hermoso. Donde había manos regordetas, él veía estrellitas estilosas y así y así hasta hacer de Dácila una imagen de mujer que sólo él veía.
Y por fin, qué curioso, la luz al fondo de ese túnel oscurísimo que era su vida con Dácila se la vino a poner a José su propia mula, su mula buena, la mula más fuerte de toda la isla, la mula capaz de trasladar sobre su grupa todos los pesados cargamentos que a José se le antojaran. Cargaba su mula con sacos de papas y de frutas y de abono, y con pasto y con pencas de tunera y con… en fin, que todo era poco para las patas fuertes de aquel animal. Pero como en este mundo jodido nada es perfecto la mula de José tenía sin embargo la mala costumbre de echarse a la menor oportunidad. Y era el caso que si José se distraía saludando brevemente a algún conocido, la mula hincaba sus rodillas y se echaba tan tranquilamente allí donde estuviera.
Ese día de la iluminación estaban José y su mula en el camino de Aguachicho, y efectivamente José se paró a saludar a don Frutoso y a Juanito Cereta que paseaban por allí pensando en fundar a saber qué nuevo negocio, y a pesar de que no duró el saludo más que lo que ordena la cortesía, la mula jodida se tumbó feliz. Y cuando se echaba, ya no había modo de hacerla levantar. José estaba más que harto, y además sabía que ese hecho insólito era objeto de burlas en las plazas de los pueblos de la isla. ¿En qué momento acabé rodeado de mulas caprichosas?, se preguntó más de una vez José antes de respirar hondo y fumarse un cigarro.
Tiraba de la rienda, pero su mula no se levantaba. Sentía la misma frustración que cuando hablaba con Dácila y le argumentaba razonablemente y sólo obtenía más de lo mismo, cerrazón, no dar su brazo a torcer, esto es lo que hay. Cede tú, José, siempre cedes. Y con su mula, como ya había ocurrido decenas de veces, José sabía que si no le quitaba de encima la carga, su mula mula no se levantaría. Y se armó de paciencia, vaya que sí, y le fue quitando la carga, y al verse libre del peso su mula listilla se irguió, echándole una honda mirada de agradecimiento que José pensó que era burla, ironía y hasta sonrisa maliciosa de la mula, que le enseñó la dentadura como queriendo hablar para darle las gracias. Se le estaban pareciendo demasiado su mula y su novia Dácila. Demasiado.
Y resulta que ese parecido va a ser una señal divina y José que se dice basta ya de ser bueno buenazo y de poner la otra mejilla y basta pero basta ya, explotó el hombre, y entonces le vino definitiva la inspiración, la iluminación, la idea de la idea a José. Esperó, quieto, a que la mula volviera a echarse. Y no pasaron ni dos minutos y la mula volvió a la cómoda posición que se procuraba en cuanto su panza tocaba el suelo. Y se tumbó. Y ahora verás, mula resabida. Y José empezó a colocarle piedras y más piedras sobre la carga ya de por sí pesada. Y piedras y más piedras. Y su mula allí echada, abstraída en su pensamiento de mula, deseando caballos, burros, carne y pescado, tan pero tan distraída en su plana vida feliz que no vio cómo su dueño cortaba una planta bien seca de tomillo, la colocaba cerca de la inservible vagina mula y le pegaba fuego.
Ni que decir tiene que la ocurrencia de José tuvo su efecto inmediato, porque la mula, al sentir el calorcillo demasiado cerca de sus partes, dio un brinco cómico, a pesar de la carga exagerada que soportaba, y corrió camino adelante como alma que lleva el diablo en dirección al pueblo. Y ya en Masilva José se detuvo a conversar con todos los vecinos que encontró a su paso. Con todos. Y todos pudieron comprobar que la mula ya no le hacía a José la faena, la jugarreta, sino que permanecía bien erguida por más que su dueño se demorara, conversador, sin atreverse a tumbarse a no ser que José se lo indicara. La mula obedecía, la mula había entendido que la vida en pareja era simple compenetración generosa.
Y esa luz que había en los ojos de su mula, luz de entendimiento, vino a explicarle a José que no todo podía ser bondad o poner la otra mejilla, que en este mundo ancho y ajeno había gentes abusadoras, gentes egoístas, y entonces recordó lo que le había dicho su abuelo Chencho, que no quisiera a nadie que no lo quisiera, así de elemental y así de simple y así de verdadera la máxima del abuelo Chencho, y que jamás había que perder el sitio porque sería el principio de la humillación, y que después de la tormenta siempre hay sol, y aunque José primero pensó en ponerle a Dácila una rama de tomillo en la abertura cachonda para chamuscársela un poco y darle el susto aleccionador y que así aprendiera, (imaginó José a la Dácila abanicándose el instrumento humeante, centro de sus negocios, en busca de alivio), la verdad es que José sólo pensó la maldad y no la hizo, no lo hizo ni haría por nada de este mundo, porque en realidad no podía desasirse de aquel nudo urdido por la mujer, porque de veras prefería amar y amar hasta morirse de amor, lo cual sería apenas un final, un final triste porque en verdad esto es un relato y en los relatos las cosas nunca son como quisiera yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos también lo saben, saben que la vieja Dácila no es buena sino pérfida, saben que la mula mula se queda aunque se vista de seda, saben que los poemas que José escribe son al amor que no le dan, saben que todo esto menos mal que no ocurrió porque José fue de veras capaz de mandarla al carajo del carajo y definitivamente dejarla, quitarse de encima el yugo triste de una mujer incapaz de amar, incapaz de darse hasta la entrega real del amor bonito, incapaz de amar por amar hasta la perdición más feliz.
– DOS POEMAS DEL LIBRO «EL EQUILIBRISTA Y LOS JARDINES»
Víctor Álamo de la Rosa
AGRICULTORA DE LOS DÍAS DE CALOR
(POEMA PLANTA PARA PONER EN LUGARES HÚMEDOS)
Oye, que
te me pones rododendra y sarmentosa, que
el pueblo está hecho de gentes y la avenida de olas, que
no soy lo que te crees ni diviso tu congoja bonsái, que
sufro y me comen los bichos, que
espigo y enramo lejos del jarrón de tus labios, que
me pido tu maceta y de paso tu corola, tus pétalos
azules, tu tallo que
es talle de mi talla,
jardinera, ven a regarme, que
la savia me rebrota abundosa y trepadora,
mandrágora y madrépora y madreselva y madre mía,
vértigo se llama el pozo de tu ombligo,
mi licenciosa, agricultora de los días de calor.
ELLA SE TRAJO UN VERODE DE LA ISLA DE EL HIERRO
Aclaró la voz, ejem, ejem,
puso la alegría en la bandeja amplia de sus ojos, hizo unos cuantos gestos musicales y, por fin, habló para decir que
se trajo un verode de la isla de El Hierro, que
lo sacó de entre las lavas para regalarle anchura jardín, que
su tallo grueso sería símbolo y vínculo nuestro, que
a fuerza de milagros cuidados crecería hacia la mayúscula y que
sería legado a nuestros hijos, nietos y bisnietos,
como si el tiempo importara, como si de veras importara,
como si el tiempo no fuera en verdad lo que
hay entre el impulso y el impulso del orgasmo, eso que
se remansa en los ojos de las vacas el tiempo, eso que
se aquieta en el fondo de una lágrima el tiempo, eso que
se adensa en el aire del origen el tiempo, eso que
se detiene en el círculo luminoso de la luna el tiempo, eso que
se columbra atrás de atrás del horizonte el tiempo, eso que
tenemos por los siglos de los siglos mientras sea mientras
este lado, este vuelco, este recóndito rescoldo de ardor que
contagia y eleva y que
nos refracta, flor en umbela apretada, silencio mineral del corazón,
terredad enloquecida hasta que
vengan la sequía y
sus grietas y
sus insectos voraces,
hasta que
nos
separen.