No hace mucho un pescador de La Restinga, el pueblo de mi infancia en El Hierro, territorio de mi memoria y fantasmas, definió su trabajo con estas palabras: “Víctor, me paso el día trabajando en los vientos”. Juanmi, mi amigo pescador de camarón, no sabe que compuso un verso que encierra cómo definir mi poesía, mi poética. Trabajar en los vientos.

Para pescar hay que levantarse temprano, ni siquiera clarea el día, sino que hace oscuro porque campa la noche y sus estrellas, porque el cielo limpio de El Hierro es todavía prehistórico, un cielo aún al principio. Echar las nasas lleva su tiempo, como la inspiración, porque pescamos a largas profundidades, como el poema. No se pesca cerca de la costa, ni tampoco muy lejos, sino en esa frontera que los vientos dibujan en el mar. En esa recta invisible. Es el punto exacto de la mar donde está la pesca, igual que es en el punto exacto de las palabras donde está el poema. Pero el mar es ancho y ajeno, largo y proceloso, y soltamos una cuerda con una nasa en ese profundo infinito que es el fondo del mar. Y esperamos. Así opera la poesía, brujuleando en ese infinito lento, apenas con el gancho de la palabra indefensa, el anzuelo, la nasa, solos en la inmensidad. La poesía es abisal. Solo se enfrenta a vértigos. Por eso la mayoría de las veces no pescamos, no hay una brizna de verso en el anzuelo, en la trampa de la nasa.

Tal vez más tarde, al día siguiente. Hay que perseverar en el oficio. Tremenda faena complicada el poema. Así lo escribí en 2018, en el poema final de mi poemario La tos de Pablo y otros poemas para inventar el mundo. Así sigue siendo, aunque me haga a la mar cada día, la mayoría de las veces la nasa sale intacta, sin camarón, sin poema.

Llevo 35 años saliendo mañana o tarde o noche en busca del verso. Y soy el primero que leo con asombro este volumen, que compila mi poesía completa, desde que era un quinceañero atrevido, publicando primeros versos en los periódicos canarios, hasta la actualidad, porque el rigor filológico de Victoriano Santana Sanjurjo así lo ha hecho posible, obligándome a rebuscar en mis cuadernos aquellos poemas no incluidos en libros que escaparon a mis cribas radicales.

Seguramente mis palabras sobran, pero ya que este volumen me ha dado la oportunidad de reflexionar sobre tantos años de actividad poética, voy a lanzarme a estos devaneos en busca de aprender de mí mismo. Al leer mis primeros poemas, pero también los últimos, observo, nítida, una de mis preocupaciones de siempre: la fascinación y el asombro por la palabra. Mi concepción del poema es primero filológica. Primero las palabras, nada de yoes poéticos buscando expresar la intimidad. La palabra, el artefacto, porque el poema es artificio, aunque esta palabra, artificio, nos resulte feúcha, connotando falsedad. Para alcanzar alguna verdad artística no vale la sola inflamación del alma, henchida de inspiración, porque somos muy sensibles, y tal. No hay poema sin forma. La poesía es primero métrica, ritmo, rima, asonancias, versolibrismo, prosa, pies quebrados, todos los funambulismos de la cuerda floja de lo formal. Y esta convicción la he llevado a cabo, en la medida de mis aciertos y desaciertos, en todos los poemas de este volumen, es decir, a lo largo de todo mi quehacer poético. Si esta es una de mis primeras conclusiones, la segunda es la persistencia, desde el principio, en hacer también el poema en prosa. Cuando yo empezaba a escribir, el poema en prosa no era nada habitual, a pesar de su egregia tradición. Sin embargo, en mis primeros poemas ya están presentes también las búsquedas del poema en prosa, y, a menudo, también en ellos, constantes temáticas donde no huyo del léxico propio del dialecto canario, ni de nuestra fauna y flora, ni del mar, la pesca y los pescadores, es decir, de componentes de lo local. No hay complejos ni miedos de esos en mi poesía. La literatura canaria ha sostenido muy habitualmente aburridos debates en torno a su razón de ser y no pocos escritores huyeron despavoridos de cualquier rastro de canariedad en sus textos. Este debate, que a lo largo de la tradición literaria insular más o menos fluctúa, según las modas, siempre ha estado ajeno a mis intereses poéticos. La razón es simple: mi poema nace de la palabra y si la palabra me interesa, por sus escondites y sugerencias, ya me da igual que sea más o menos canaria o no.

En mi último libro, El Hierro, la isla al principio (2021), un volumen en colaboración con el fotógrafo Alexis W, escribo un apartado, Guiado a la isla lenguaje, donde explico, a través de palabras herreñas (como la propia toponimia de la isla), mi fascinación por la música de determinadas palabras que también construyen la isla en un magnífico camino de ida y vuelta. Palabras como sanjora, Tecorón, Tembárgena o Masilva, por poner unos ejemplos, pueden sugerirme por sí solas la posibilidad de un verso, de un poema. Y así ha sido desde el principio. En mi poesía, según se tercie, está lo nuestro, lo nuestro inmediato, lo local en busca de ser trascendido artística, literariamente. Y aquí también se sitúa ese gran universo que es para mí la isla de El Hierro, trasunto literario en casi toda mi obra, particularmente narrativa. Esto lo aprendí, sin embargo, en autores muy mestizos y que no eran canarios, como S.J. Perse, o Naipaul, que leí muy pronto.

El verbo leer es sinónimo de escribir. Sin el espejo de las lecturas estamos condenados a no encontrar nuestra voz, nuestro camino en la literatura. Y, aunque lo he escrito mil veces, yo tuve la suerte enorme de que mis lecturas fueran dirigidas desde el principio. Mi despertar literario se debió al magisterio del profesor y escritor Juan José Delgado, en paz descanse, quien en sus clases vio en su alumno quinceañero alguna brizna de talento literario, y desde entonces hasta su prematuro fallecimiento en 2017, se preocupó por ordenar mis lecturas, es decir, mi formación. Gracias a él nunca perdí el tiempo leyendo a autores prescindibles. Gracias a él aprendí a destruir gran parte de lo que escribía. Gracias a él, transcurridos todos estos años, puedo decir que he construido una obra literaria que gustará más o menos, pero que se sustenta en el convencimiento de hacer mi propio camino.

Desde el principio he ido alternando la escritura de poesía con la escritura de mis novelas y relatos, es decir, mi obra estrictamente en prosa. Ahora que repaso este volumen, el lector podrá comprobar que a menudo pasan muchos años entre las fechas de publicación de mis poemarios. Ángulos de la medianoche es de 1990 y el siguiente, Altamarinas, es de 1997, por ejemplo. Ese hecho no tiene nada que ver con dejar de escribir poesía. Es algo que siempre he hecho. Pero siempre he dicho que me resulta más fácil escribir novelas que armar un buen poemario. Destruyo la mayoría de mis poemas después de dejarlos reposar mucho tiempo. Intento con ahínco enfermizo buscar el poema redondo y, en este punto, debo confesar nuevos magisterios que se sumaron al de Juan José Delgado. Hay dos escritores canarios que por su calidad y por su cercanía también fueron determinantes en mi concepción literaria. Mi amistad con Luis Feria y Rafael Arozarena, dos de nuestros grandes poetas, me confirmó esa exigencia de la palabra poética. Recuerdo a Luis Feria, por ejemplo, explicándome que para escribir poesía había primero que ver las palabras. Y “ver” las palabras era “verlas” como quien mira un cuadro, algo tangible y material repleto de recovecos y sugerencias más allá de su tranquila apariencia de palabra. Luis Feria me recomendó lecturas y descubrí a Eugenio de Andrade y a Gonzalo Rojas, además de beber en su propia obra. Seis querellas de amor, ese breve poemario de Feria, me hizo reflexionar sobre otra de las constantes de mi propia poesía: el erotismo.

Treinta y pico años dan para mucho. El equilibrista y los jardines, de 2013, y La tos de Pablo y otros poemas para inventar el mundo, de 2016, son mis últimos poemarios publicados. Escribo mis novelas a partir de una idea desde la que después construyo el argumento. De manera análoga construyo mis poemarios, que no están concebidos como libros de poemas, como simple agrupamiento de poemas escritos aquí y allá, salpicados. Cuando me arrebata el poema me pongo a escribirlo, en general en cuadernos. A la vuelta del tiempo, leo y releo y busco un tono general, concomitancias, puentes, parecidos formales y métricos, incluso imágenes más o menos recurrentes. Entonces reescribo, retoco, afilo artesanamente el material hasta ver el poemario. Un ejemplo es El equilibrista y los jardines, donde incluso hay algo parecido a unos personajes, el jardinero y la jardinera, el equilibrista, agricultor y agricultora, y poema a poema se narra su historia hasta el divorcio.

El nacimiento de mi hijo Pablo, en 2011, propició la escritura de unos poemas más prosaicos en su concepción, porque quise buscar un lado más social, una poesía más comprometida, más directa y menos ensimismada, un poema más recitable. Sin embargo, busqué esa liviandad más o menos narrativa a través de una versificación que me interesó, mezclando versos cortos con endecasílabos y alejandrinos, minimizando la presencia de los signos de puntuación y encabalgando los versos a partir del “que” relativo que introduce las oraciones subordinadas como elemento de juego y rima. Este hallazgo formal me sedujo y es uno de los aspectos que también da unidad de poemario a ese libro. Desde entonces, salvo unos pocos poemas inéditos que también se ofrecen en este volumen, no he encontrado tono para un nuevo poemario, es decir, ahora mismo este libro ofrece el mapa de mi escritura poética al completo. Y esto me parece importante, porque por fin, gracias al trabajo de Victoriano Santana Sanjurjo, yo mismo puedo tener una visión de conjunto de mi propia obra literaria.

Mi constante dedicación a la narrativa, con una decena de novelas ya publicadas, y el peso que se da a la novela frente a otros géneros, como el artículo, el ensayo o la propia poesía, quizás hayan sepultado durante demasiado tiempo la visibilización de una obra más amplia, con más aristas y, además, repleta de vasos comunicantes entre unos libros y otros. La publicación de mi libro Da que pensar y ahora la edición de este volumen, imposibles sin el concurso de Victoriano Santana Sanjurjo, son para mí cruciales si se quiere enjuiciar mi quehacer como escritor. La poesía sigue siendo el lugar donde aprendo. Los grandes poetas siempre han alumbrado el camino de mi literatura.

Comencé estas palabras estableciendo una analogía entre la pesca y la escritura de poesía. En mis primeros poemas escribí este verso: un pescador no eres tú, verso que, diez años después, vuelve a aparecer, esta vez en el poema Marmullo, de mi libro Altamarinas. Si algo demuestra este volumen de poesía es que las obsesiones siempre están. Ojalá interese al lector cartografiar conmigo lo abisal literario, tratar de pescar juntos. La literatura solo se completa cuando el otro nos abraza en su lectura.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies